Summer Days

2. Al galope

August, 8

Siento la arena entre los dedos de mis pies. Está fría. El sol aún no se ha escondido pero ya sólo enciende de refilón la playa. Sus rayos forman un camino de cristal sobre las olas del mar. Voy caminando hacia la derecha, paralelo al mar, recorriendo la playa de punta a punta. En esta zona la playa es ancha. Todos se amontan cercanos al mar, contra las vayas naranjas que delimitan la zona a la que no se puede acceder. Yo me encuentro alejado del tumulto. De vez en cuando se oye algún grito, alguna casa de apuestas intentado vender algún boleto. Pero por donde voy caminado está tranquilo, sólo interrumpen el silencio un grupo de niños que juegan con una pelota. La arena está seca y fría pero el contacto con los pies es agradable. Cada cierto tiempo sopla una brisilla que se cuela entre los pliegues de mi camisa y me refresca. La temperatura es perfecta. Ya se ve, a lo lejos, la tribuna. Va siendo hora de introducirse entre la gente.

Miro al mar, desde aquí la vista es maravillosa. Se puede distinguir un haz de colores que se va transformando a medida que el sol se da el último baño en el mar. Tengo los glúteos un poco doloridos pero no me importa. Este placer ya compensa todo. Esta vista. Esta vista de la que sólo somos testigos mi caballo y yo. Es una suerte estar aquí. Las vallas, aunque de plástico, parecen que aíslan por momentos el griterío del otro lado. Y ¡ay! Esos barcos, esos barcos que me recuerdan a mis veranos de niño en las playas de Cantabria. Cuando tan sólo era un niño, un niño cargado de ilusiones. Recuerdo aquel puente al que me llevaba mi padre y desde el que veíamos todos los barcos anclados. Barquitos pequeños de diferentes colores, sobre la arena cuando la marea bajaba. Papá, un día te compraré un barco y nos iremos juntos a navegar. Mi padre que me sostenía por la cintura, mientras mis piernas colgaban de aquel puente que atravesaba la ría, me miraba y me sonreía. Lentamente voy caminando hacia la izquierda montado sobre mi equino. Por la derecha me adelanta otro jinete, que va a paso un poco más ligero.

¡Como todos vayamos al paso de este no vamos a llegar hasta mañana! Venga hombre que tu caballo no puede estar cansado, si casi no ha corrido. La novena posición de doce no está nada mal ¿eh? Apaleo un poco a mi caballo y le hago andar un poco más ligero, le hago que resople para ver si así el jinete de mi izquierda se entera de que hay otra carrera que correr. El tío parece que está mirando a las alabardas. Menudo tostón. Acabo de quedar en tercera posición y en esta carrera no voy a ser menos. Mi chica me está esperando en el hotel y no puedo defraudarla. Ojala hubiera venido a verme… Y ese tío de ahí que está mirando, de que va con su camisilla y su pelo de guay. Seguro que no tiene ni idea de lo que significa trabajar. A ese tío se lo han dado hecho toda su vida. Seguro que hasta tiene coche y no ha cumplido ni los veinte. En fin, aceleremos un poco que quiero volver al hotel.

Mis padres bajan por los tablones de madera que unen el paseo marítimo con la playa. Espero a que lleguen. Todos, incluidos mis hermanos y mi prima, se quitan los zapatos. Cambio de rumbo y nos dirigimos hacia la orilla. Hacia donde se encuentra toda la gente expectante para la próxima carrera. Una multitud de toallas, sombrillas, sillas y pequeñas casas de apuestas improvisadas inundan la parte de la playa más cercana al mar y se abalanzan sobre la valla naranja. A la izquierda unas niñas pequeñas que han construido su propia casa de apuestas a partir de unos cartones pintados con rotulador y con conchitas pegadas por los laterales, ríen y extienden boletos por cincuenta céntimos. A la derecha, un grupillo de gitanos canta y da palmas al compás de los bailes de las mujeres. Mi familia se esfuerza por encontrar un hueco para ver la carrera desde una buena posición. Yo contemplo el paisaje analizando cada cara y cada movimiento, cada sonido y cada sonrisa, cada forma que se aparece ante mis ojos y, así, mirando de un lado a otro, me encuentro justo con un jinete, un jinete con un casco verde que va mirando hacia el mar, hacia el lugar en el que se encuentran anclados los barcos de los marineros. Esas pequeñas barquitas de pesca blancas y azules, y rojas, y verdes… Me recuerdan a la pintura Naïf que tanto le gusta mi madre. A ese cuadro que tenemos colocado en el salón, con todos esos muñecos regordetes. Por la derecha le empieza a adelantar otro jinete. Me quedo mirando a los dos, viendo cómo se alejan, dirigiéndose hacia el principio de la pista.

Por favor, Ketama, tienes que correr. Lo harás bien chico, cuento contigo. ¡3,2,1… ya! Venga eso es, buena salida. He empezado bien la carrera, todavía no me he despegado del pelotón delantero y sigo con posibilidades de alcanzar una buena posición. ¡Sí, incluso mejor que la de la carrera anterior! Piernas ligeramente flexionadas, brazos fuertes, adelante, adelante. La verdad es que aquí hay jinetes muy buenos. El mar, la arena, todo parece mezclarse rápidamente. Me han adelantado. Ese jinete está espoleando demasiado a su caballo. ¡Va a acabar con él! No da tiempo apenas para mirar hacia los lados. Como si de una ola se tratara, un sonido nos va acompañando a lo largo de toda la carrera. Parece un sonido constante pero no es el mismo. Se trata de las voces, de los gritos de júbilo de los espectadores que nos ven desde el otro lado de la valla. Corean el número del caballo que va en primera posición. A nuestro paso se levantan de sus asientos y nos aplauden. Es una sensación increíble.

De repente se oye un pitido, es un guardia de seguridad mandando a la gente que se aparte un poco hacia atrás. Todo el mundo se pone en posición de preparados. Un coche de policía atraviesa a toda velocidad la orilla de la playa. La gente se echa de nuevo hacia adelante, la valla naranja está a punto de ceder. Todas las miradas se enfocan en un solo punto. Toda la playa gira la cabeza hacia la izquierda. Algunos colocan sus manos en forma de visera para ver mejor. En cuestión de segundos se ve al primer caballo. Lleva algo de ventaja respecto al resto. Todos al galope pasan a toda velocidad. Dura un instante, apenas cinco segundos. Dura apenas un poco más que una estrella fugaz. Pero es hasta casi más grandioso que ella. Una sensación indescriptible recorre tu cuerpo al verlos pasar y su imagen, con el mar y el sol, con la playa de escenario, queda guardada sólo en la cabeza de los más privilegiados que se encontraban allí para verlos. Es una estampa que no se puede repetir. Algo que no puedes contar. Es juntar la belleza de la naturaleza y la del hombre. Lograr en un recuerdo lo que ningún fotógrafo logrará jamás en miles de años. Porque no es sólo una imagen. Son los colores del cielo, la música del mar, la respiración de los caballos, la jovialidad de los que han ganado su apuesta, el tacto de la arena con los pies, el viento en la cara y el olor a sal. Es el instante, aguantar la respiración, no parpadear y comprender que hay cosas que sólo duran un segundo. Pero un segundo para el que merece la pena trabajar miles de años.

¡Toma ya! Segunda posición. Sin duda, estoy en racha. Un más y la noche es mía. Todos se van a volver locos como gane la siguiente carrera, sí, la definitiva. Me van a adorar. Estoy deseando ver la cara de mi chica en cuanto cruce por la puerta del hotel con el trofeo en la mano. Y, ¿qué le pasa a ese bobo? ¿Por qué está tan contento? Si sólo ha quedado quinto. El mundo está lleno de ilusos. ¿No te das cuenta que en este mundo no existe la piedad? Sí sigues tratando tan bien a tu caballo jamás ganarás una carrera. Hay que ser fuerte y decidido y no pensar en las consecuencias, la compasión es para los débiles. Sólo hay una forma de responder a las tortas que te da la vida y es con más tortas.

Mi padre, mi madre, mi hermana, mi prima, mis hermanos y yo nos damos la vuelta. Sólo queda una carrera pero todavía falta un rato. Alcanzamos de nuevo la pasarela de madera y nos calzamos tras sacudirnos la arena. Más gente, al igual que nosotros, aprovecha para abandonar la playa. Camino por el paseo marítimo. En dirección contraria al principio. Esta vez voy hacia el lugar donde empiezan las carreras, hacia el punto de salida. De camino, sigo fijándome en todas las personas que aún siguen en la playa. Veo los caballos volver desde la meta hacia la salida.

¿Has visto, Ketama? Lo hemos hecho genial. ¡Quinta posición! ¿Te lo esperabas? Venga, ahora aprovecha para descansar un poco. Disfrutemos del paseo de vuelta. Mi padre estaría orgulloso. Qué bonito está el mar de nuevo. El sol ya se está escondiendo y pronto sólo los farolillos del paseo y la luz del faro iluminarán la playa. Mucha gente ya se está yendo. Qué bonito sería ganar, Ketama. Podría comprar una de esas barquitas. Me gusta esa de ahí, la blanca con la raya azul y los remos de madera.

El sol está muy bajo, sumergiéndose en su último baño y diciendo adiós al día. Pero se resiste, quiere contemplar la última carrera, quiere alumbrar a los jinetes en su último esfuerzo y se une con ellos en la galopada. Se oye el pitido, el coche de policía pasa a toda velocidad, la gente se levanta de sus asientos. Me acerco a la valla del paseo marítimo, apoyo mis manos sobre ella y fijo mi mirada en la orilla. Los caballos corren a toda velocidad, es la última carrera, la que realmente decide al ganador. Dura de nuevo unos segundos, un instante de realidad. Se apagan los gritos y, ahí, de entre el pelotón, un caballo lleva la iniciativa. Un resplandor parece desprenderse de él, es el sol que se esconde tras su figura. La figura de un jinete con un caso verde.

solo caballo

El contador de arena

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